El día 23.08.08 estuvimos en Argañín celebrando la fiesta de S. Bartolomé y mi santo. Bueno mi santo el sábado y S. Bartolomé el domingo, je, je.
Yo quería encontrarme con los lugares y con la gente que conocí de pequeña y por eso anduvimos callejeando toda la tarde.
Desde casa de Teresa, ella y yo fuimos hacia la iglesia y pasamos por la casa del quinto de mi padre, Sebastián, que venía a la fiesta de Barcelona, o Vascongadas. Le visitábamos en su casita pequeña, con el banco de piedra a la entrada y aún está igual.
Luego vimos la antigua escuela, que es ahora la Casa de Cultura. Tiene un local para los jóvenes, donde trasnochan festejando todas las fiestas de los alrededores. La cofradía de S. Bartolomé también se reúne en ella y los niños tienen actividades de dibujo y demás.
Tanto Sara y Javier como Marta y Elena tenían las bicis tiradas a la puerta de Loli, la amiga de Mari, que viene de Barcelona, donde habían estado comiendo.
Seguimos a casa de Mari, donde tomamos café y esperamos a Toñi, Loli y Rafa para iniciar el recorrido por el pueblo.
Primeramente fuimos a la casa de los tíos María y Manuel y nos hicimos unas fotos allí mientras que yo iba desgranando antiguos recuerdos:
El hermoso portalón daba entrada a un corral fascinante, por el que las gallinas corrían cuando se las ofrecía el trigo y huían cuando lanzábamos el agua de la palangana. Las flores de grandes geráneos, que crecían en antiguos baldes y calderos, la recibían agradecidas.
Tras el portalón esperaba un mundo de sensaciones, primero el carro y los apeos de las mulas y alforjas, luego sol y calor en el centro, dependencias oscuras y frescas al rededor, que eran el taller y las cuadras. Antes de la entrada había un porche pequeño, con dos bancos de piedra. En el lado derecho estaba el pozo, con la tapa de hierro y su roldana. También había una piedra de afilar, que yo giraba. ¡qué placeres!
La casa escondía mil maravillas. El comedor, estaba según se entraba y era como un gran salón de donde salían las habitaciones y desde donde subía una escalera al sobrado. A la derecha antes de la puerta de la cocina estaba el lavabo, con su bolsita bordada para los peines y el peinador colgado de una punta, al lado del espejo y las jarras del agua junto al palanganero.
Más allá de la cocina estaba la puerta de la bodega, que estaba oscura y fresca, por lo que yo prefería quedarme fuera, mientras el tío sacaba jarras de vino con deleite.
Para comer, todos nos sentábamos en torno a una mesa redonda, con un hule en el que estaba pintado el mapa de España. Jugaba con el tío Manuel o con el tío Alejandro Carrascal, que yo consideraba mi abuelo, a localizar las ciudades, los ríos y hasta los accidentes de las costas, que eran los únicos que conocía en esas fechas.
La cocina tenía un ventano que daba al comedor y sobre él, la única bombilla proyectaba sombras que se mezclaban con el resplandor de las llamas del hogar, con su campana, en su interior grandísima y ahumada, en los laterales, adornada con el vasar, donde lucían platos de porcelana con grandes flores. En el suelo. un montón de pucheros de hierro, con sus trípodes, de distintos tamaños, uno muy chiquitito, hacían mis delicias, a pesar de que no podían tocarse, pues abrasaban. Y tampoco podía cogerse la cadena que pendía del interior de la campana, ni se podía uno arrimar lo necesario para ver el cielo en lo alto de la negrura, porque aquella lumbre parecía no apagarse jamás. No hay que olvidar el amplio escaño, donde siempre aguardaban tomates y pimientos, que podían comerse así sin más, con tan sólo limpiarlos en el mandil de tía María. En las paredes encaladas para la fiesta, la mica brillaba al sol, aún en la penumbra de la siesta y las moscas zumbaban acercándose a las uvas que pendían de la viga. Había dos o tres mesitas pequeñas con un único cajón donde se guardaba un plato con un resto de chorizo o lomo y en otra el pan.
Sentados en el muro de una cortina, unos vecinos nos saludaron. Allí estaba Matías, su hermana, su mujer Pilar con los que disfrutamos desgranando recuerdos. Se sabía hasta un chascarrillo de los que contaba mi madre, que, por supuesto nos contó. Yo le recordé aquel regalo que me hizo: un monito de peluche, una marioneta, que me trajo de África, donde yo creía que había hecho la mili, pero no, estuvo en el cuartel del Cid y en Almansa, pero sí había viajado a África con un pedido militar.
Fuimos hasta la casa de Laura, creo recordar, que una verja de hierro limitaba la entrada del resto del corral. Más estrecho que el de los tíos estaba más sombrío y fresco. Había un aire de elegancia, los objetos de la casa eran refinados. Laura me regaló una copa de cristal que aún conservo.
Nos encontramos con Eugenia, la madre de Celso, que tantas ganas tenía de conocer, desde que hablamos por teléfono. Se encargaba de unas ovejas y corderitos, que tenía en una cortina enfrente de su casa, mientras que el marido se ocupaba de las grandes con las que llegaría a casa al anochecer. Unas vecinas se nos juntaron al pararnos. Hablamos de la abuela Pascuala, cuando vivía en la casa del primo Aquilino, de Mateo, que vivía en Tudera, de su hermana que marchó a América y otra que murió. De los primos: Pepe y Ester, Nati y Sofía, que lleva el nombre de mi madre.
Seguimos admirando las costrucciones del pueblo, las puertas de las casas se adornaban con una parra que le hacía de marco, tampoco faltaba nunca la higuera.
Fuimos hasta la era, donde se hacía el baile el día de la fiesta. Allí llegaba el coche de línea y mientras que se bajaban los equipajes, mercancía y correos, mi padre entraba a la tienda de la Muda, de las gemelas, a saludar y tomar un refresco. Yo, por supuesto no me lo perdía. Había un sitio muy amplio para descargar el autobús, algo así como una era y aún está el garaje, donde dormía el autobús que de madrugada deshacía el camino hasta la capital. Mi primo José esperaba nuestra llegada con un carretillo y nos acompañaba a casa de sus padres.
Seguimos viendo el pueblo extendido en barrios, alternando casas con cortinas, fuentes y caminos sin asfaltar cubiertos de hierbas secas como de oro. Están preparando una casa rural. Es un extranjero, que se ha enamorado del pueblo. También hablan de otra persona que se ha instalado en él y que limpia de malas hierbas las calles y hace una buena labor. Belleza incombustible: Las paredes de los huertos, las fresnedas, las encinas, caserío e iglesia y el cielo azul y de noche plagado de estrellas.
El pueblo posee numerosas fuentes y puentes. Aún se usa el cigüeñal, sistema de riego, sencillo e inteligente, que suministraba el preciado elemento a cada huerto. Si la finca era grande, se usaba la noria, que movía el burro y con la que gozábamos la chiquillería.
Estuvimos con la nieta de Laura, Maribel, que se acordaba de que mi madre siempre le llevaba bonito con tomate a Laura por la fiesta. Yo también lo había guisado y siguiendo la tradición fui a obsequiarsélo.
Teresa recogió leche de casa de su vecino, el alcalde, que recordaba un viaje que habían hecho mis padres con él, cuando llevaba un viaje hasta Asturias el lunes y vuelta el martes. Quizá Matías les informó de esta posibilidad tan cómoda de venir a Argañín.
Ya era hora de cenar y nosotros no queríamos dejar de celebrar el cumpleaños de Sara, que había sido el día 21, así que estuvimos todos juntos en casa de Teresa y luego nos fuimos al baile, en la plaza de la iglesia.
Al día siguiente, domingo, día de la fiesta, estuvimos en la misa y la procesión. Al finalizar se dio a besar la reliquia del santo y primero las mujeres, luego los hombres, iban posando su limosna. Sentí no poder escuchar al hombre que tocaba la flauta y el tamboril, que aún anda por el pueblo y también eché de menos al sacristán, que con tanta severidad nos miraba cuando al retrasarnos nos incorporábamos a la procesión sin haber entrado en la iglesia, creo que con sus 103 años sigue tan pancho. La cofradía ofreció en la misa pan y vino al santo. Luego se reparte a los cofrades una botella con el membrete de conmemoración, en la Casa Cultural.
Después tomamos el vermut bajo la carpa, que había puesto el Ayuntamiento, admirando a todos los vecinos engalanados.
En la pared de la espadaña se juega aún al juego de pelota. Por la tarde jugaban la final, pero nosotros ya no estaríamos aquí. En el muro hay un asiento corrido desde donde se contempla, pero de niña andábamos tras la morera o al bar, que había enfrente a tomar un butano con una aceituna.
De aquí marchamos a la casa de Margarita. Mª Luisa me enseñó sus bonitas pinturas sobre tela, cristal, espejos y Nicolás recordó a mi hermana Pili y sus hijos, a mamá que le hospedó en casa de los de la joyería del Carmen. Ví la hermosa casa y huerta, conocí a las tres hermanas de Mª Luisa y a sus dos cuñados y saludé a su hermano el bibliotecario.
En la comida conocí a un matrimonio, amigos de mis primos, con los que negociaron ovejas en otros tiempos y que viven en Villardiegua. Conocieron a mis padres, en el año que habían cumplido las bodas de oro y deseaban que nosotros les visitaramos en el día de la fiesta de su pueblo o cuando pudieramos. Sentí que no vinieran a comer Pepe y Esther, a los que esperábamos, otra vez será. Comimos opíparamente, ensalada de arroz con frutas y frutos del mar, cochinillo y sandía. Después nos despedimos con la alegría de que pronto volveríamos a vernos.
Yo quería encontrarme con los lugares y con la gente que conocí de pequeña y por eso anduvimos callejeando toda la tarde.
Desde casa de Teresa, ella y yo fuimos hacia la iglesia y pasamos por la casa del quinto de mi padre, Sebastián, que venía a la fiesta de Barcelona, o Vascongadas. Le visitábamos en su casita pequeña, con el banco de piedra a la entrada y aún está igual.
Luego vimos la antigua escuela, que es ahora la Casa de Cultura. Tiene un local para los jóvenes, donde trasnochan festejando todas las fiestas de los alrededores. La cofradía de S. Bartolomé también se reúne en ella y los niños tienen actividades de dibujo y demás.
Tanto Sara y Javier como Marta y Elena tenían las bicis tiradas a la puerta de Loli, la amiga de Mari, que viene de Barcelona, donde habían estado comiendo.
Seguimos a casa de Mari, donde tomamos café y esperamos a Toñi, Loli y Rafa para iniciar el recorrido por el pueblo.
Primeramente fuimos a la casa de los tíos María y Manuel y nos hicimos unas fotos allí mientras que yo iba desgranando antiguos recuerdos:
El hermoso portalón daba entrada a un corral fascinante, por el que las gallinas corrían cuando se las ofrecía el trigo y huían cuando lanzábamos el agua de la palangana. Las flores de grandes geráneos, que crecían en antiguos baldes y calderos, la recibían agradecidas.
Tras el portalón esperaba un mundo de sensaciones, primero el carro y los apeos de las mulas y alforjas, luego sol y calor en el centro, dependencias oscuras y frescas al rededor, que eran el taller y las cuadras. Antes de la entrada había un porche pequeño, con dos bancos de piedra. En el lado derecho estaba el pozo, con la tapa de hierro y su roldana. También había una piedra de afilar, que yo giraba. ¡qué placeres!
La casa escondía mil maravillas. El comedor, estaba según se entraba y era como un gran salón de donde salían las habitaciones y desde donde subía una escalera al sobrado. A la derecha antes de la puerta de la cocina estaba el lavabo, con su bolsita bordada para los peines y el peinador colgado de una punta, al lado del espejo y las jarras del agua junto al palanganero.
Más allá de la cocina estaba la puerta de la bodega, que estaba oscura y fresca, por lo que yo prefería quedarme fuera, mientras el tío sacaba jarras de vino con deleite.
Para comer, todos nos sentábamos en torno a una mesa redonda, con un hule en el que estaba pintado el mapa de España. Jugaba con el tío Manuel o con el tío Alejandro Carrascal, que yo consideraba mi abuelo, a localizar las ciudades, los ríos y hasta los accidentes de las costas, que eran los únicos que conocía en esas fechas.
La cocina tenía un ventano que daba al comedor y sobre él, la única bombilla proyectaba sombras que se mezclaban con el resplandor de las llamas del hogar, con su campana, en su interior grandísima y ahumada, en los laterales, adornada con el vasar, donde lucían platos de porcelana con grandes flores. En el suelo. un montón de pucheros de hierro, con sus trípodes, de distintos tamaños, uno muy chiquitito, hacían mis delicias, a pesar de que no podían tocarse, pues abrasaban. Y tampoco podía cogerse la cadena que pendía del interior de la campana, ni se podía uno arrimar lo necesario para ver el cielo en lo alto de la negrura, porque aquella lumbre parecía no apagarse jamás. No hay que olvidar el amplio escaño, donde siempre aguardaban tomates y pimientos, que podían comerse así sin más, con tan sólo limpiarlos en el mandil de tía María. En las paredes encaladas para la fiesta, la mica brillaba al sol, aún en la penumbra de la siesta y las moscas zumbaban acercándose a las uvas que pendían de la viga. Había dos o tres mesitas pequeñas con un único cajón donde se guardaba un plato con un resto de chorizo o lomo y en otra el pan.
Sentados en el muro de una cortina, unos vecinos nos saludaron. Allí estaba Matías, su hermana, su mujer Pilar con los que disfrutamos desgranando recuerdos. Se sabía hasta un chascarrillo de los que contaba mi madre, que, por supuesto nos contó. Yo le recordé aquel regalo que me hizo: un monito de peluche, una marioneta, que me trajo de África, donde yo creía que había hecho la mili, pero no, estuvo en el cuartel del Cid y en Almansa, pero sí había viajado a África con un pedido militar.
Fuimos hasta la casa de Laura, creo recordar, que una verja de hierro limitaba la entrada del resto del corral. Más estrecho que el de los tíos estaba más sombrío y fresco. Había un aire de elegancia, los objetos de la casa eran refinados. Laura me regaló una copa de cristal que aún conservo.
Nos encontramos con Eugenia, la madre de Celso, que tantas ganas tenía de conocer, desde que hablamos por teléfono. Se encargaba de unas ovejas y corderitos, que tenía en una cortina enfrente de su casa, mientras que el marido se ocupaba de las grandes con las que llegaría a casa al anochecer. Unas vecinas se nos juntaron al pararnos. Hablamos de la abuela Pascuala, cuando vivía en la casa del primo Aquilino, de Mateo, que vivía en Tudera, de su hermana que marchó a América y otra que murió. De los primos: Pepe y Ester, Nati y Sofía, que lleva el nombre de mi madre.
Seguimos admirando las costrucciones del pueblo, las puertas de las casas se adornaban con una parra que le hacía de marco, tampoco faltaba nunca la higuera.
Fuimos hasta la era, donde se hacía el baile el día de la fiesta. Allí llegaba el coche de línea y mientras que se bajaban los equipajes, mercancía y correos, mi padre entraba a la tienda de la Muda, de las gemelas, a saludar y tomar un refresco. Yo, por supuesto no me lo perdía. Había un sitio muy amplio para descargar el autobús, algo así como una era y aún está el garaje, donde dormía el autobús que de madrugada deshacía el camino hasta la capital. Mi primo José esperaba nuestra llegada con un carretillo y nos acompañaba a casa de sus padres.
Seguimos viendo el pueblo extendido en barrios, alternando casas con cortinas, fuentes y caminos sin asfaltar cubiertos de hierbas secas como de oro. Están preparando una casa rural. Es un extranjero, que se ha enamorado del pueblo. También hablan de otra persona que se ha instalado en él y que limpia de malas hierbas las calles y hace una buena labor. Belleza incombustible: Las paredes de los huertos, las fresnedas, las encinas, caserío e iglesia y el cielo azul y de noche plagado de estrellas.
El pueblo posee numerosas fuentes y puentes. Aún se usa el cigüeñal, sistema de riego, sencillo e inteligente, que suministraba el preciado elemento a cada huerto. Si la finca era grande, se usaba la noria, que movía el burro y con la que gozábamos la chiquillería.
Estuvimos con la nieta de Laura, Maribel, que se acordaba de que mi madre siempre le llevaba bonito con tomate a Laura por la fiesta. Yo también lo había guisado y siguiendo la tradición fui a obsequiarsélo.
Teresa recogió leche de casa de su vecino, el alcalde, que recordaba un viaje que habían hecho mis padres con él, cuando llevaba un viaje hasta Asturias el lunes y vuelta el martes. Quizá Matías les informó de esta posibilidad tan cómoda de venir a Argañín.
Ya era hora de cenar y nosotros no queríamos dejar de celebrar el cumpleaños de Sara, que había sido el día 21, así que estuvimos todos juntos en casa de Teresa y luego nos fuimos al baile, en la plaza de la iglesia.
Al día siguiente, domingo, día de la fiesta, estuvimos en la misa y la procesión. Al finalizar se dio a besar la reliquia del santo y primero las mujeres, luego los hombres, iban posando su limosna. Sentí no poder escuchar al hombre que tocaba la flauta y el tamboril, que aún anda por el pueblo y también eché de menos al sacristán, que con tanta severidad nos miraba cuando al retrasarnos nos incorporábamos a la procesión sin haber entrado en la iglesia, creo que con sus 103 años sigue tan pancho. La cofradía ofreció en la misa pan y vino al santo. Luego se reparte a los cofrades una botella con el membrete de conmemoración, en la Casa Cultural.
Después tomamos el vermut bajo la carpa, que había puesto el Ayuntamiento, admirando a todos los vecinos engalanados.
En la pared de la espadaña se juega aún al juego de pelota. Por la tarde jugaban la final, pero nosotros ya no estaríamos aquí. En el muro hay un asiento corrido desde donde se contempla, pero de niña andábamos tras la morera o al bar, que había enfrente a tomar un butano con una aceituna.
De aquí marchamos a la casa de Margarita. Mª Luisa me enseñó sus bonitas pinturas sobre tela, cristal, espejos y Nicolás recordó a mi hermana Pili y sus hijos, a mamá que le hospedó en casa de los de la joyería del Carmen. Ví la hermosa casa y huerta, conocí a las tres hermanas de Mª Luisa y a sus dos cuñados y saludé a su hermano el bibliotecario.
En la comida conocí a un matrimonio, amigos de mis primos, con los que negociaron ovejas en otros tiempos y que viven en Villardiegua. Conocieron a mis padres, en el año que habían cumplido las bodas de oro y deseaban que nosotros les visitaramos en el día de la fiesta de su pueblo o cuando pudieramos. Sentí que no vinieran a comer Pepe y Esther, a los que esperábamos, otra vez será. Comimos opíparamente, ensalada de arroz con frutas y frutos del mar, cochinillo y sandía. Después nos despedimos con la alegría de que pronto volveríamos a vernos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario